De crecer y decrecer

escrito por Juan Pablo Vergara, estudiante de Historia

La Ministra de Minas de la República fue tendencia el viernes pasado por sus declaraciones en el Congreso de Minas: una arena en la que memes, madrazos, una portada falsa de “The Economist” compartida por Pacho Santos, intelectuales digitales y hasta el Presidente tomaron partido. ¿Qué causó tanto revuelo? La teoría del decrecimiento -como fue acuñada en la década de los setenta- propone a los países tomar acción frente a la creciente y aparentemente inevitable crisis ambiental; el consumo y el ritmo de producción que debe ajustarse a las inclementes necesidades globales traen consigo consecuencias irreparables para la vida en la tierra. Si bien el revuelo en primera instancia parece ser una reacción natural a lo dicho por Irene Vélez, hay más verdades que controversias en su invitación a que las economías decrezcan. El ritmo inexplicablemente cada vez más acelerado de nuestras relaciones y dinámicas sociales parecen no tener techo: ¿qué tan inmediato esperamos que se convierta la vida? En virtud de la desgraciada productividad la economía global ha acaparado los discursos de toda índole: “Aproveche el tiempo que pierde aprendiendo inglés”, “nueva conexión 5G a toda velocidad”, “avión hípermegasónico permitiría vuelo entre Bogotá y la Conchinchina en 15 minutos”. El tiempo se ha atomizado, cada instante cuenta e incluso se le atribuye un valor económico. La noción teleológica de la historia y la economía nos lleva a considerar al crecimiento como algo natural y cada vez más individual, a pesar de ser una oleada global. De vuelta a lo controversial de la Teoría del Decrecimiento, pienso que la invitación no se limita al aspecto económico del planteamiento ni tampoco a quienes lideran el ranking en producto interno bruto; esta plaza de pensamiento nos abre la puerta a pensarnos de manera colectiva, a una coordinación global que se desprenda de la aparente inmutabilidad de la economía mundial. He decidido adoptar una nueva filosofía de vida en la que el afán pasa al mismo nivel de preocupación que la llegada de extraterrestres en la tierra, detenerme a pensar y navegar, re-habitar y re-significar los espacios que habito. Recuerdo una exposición en el Wellcome Trust en la que se muestra una imagen satelital de Sheffield en la que se mapean las áreas explorables de infantes a través de cuatro generaciones:

La construcción de la vida y la comercialización de esta misma ha generado realidades artificiales en torno a lo que entendemos por crecer; tener carro propio se convirtió en un sinónimo de libertad indiscutible, el acceso al internet en una comodidad necesaria, el cortejo romántico en un perfilamiento personal digital, la burocracia transmutó en filas virtuales, la educación (por un breve instante) en tableros de Padlet, las autopistas de 20 carriles de asfalto sin andén en movilidad sostenible y conectividad, los billonarios en artefactos filantrópicos para legitimar las estructuras de empobrecimiento hegemónicas, la enfermedad en oportunidad de generación de ingresos, y el medio ambiente en una idea etérea y para nada vinculante con la realidad. Pero aún así, no hemos podido traer de vuelta Mundo Gaturro.

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